La maleta del señor caracol y sobre los misterios que ella encierra. 3. El daguerrotipo




Sentí hambre. Había aguantado mis ganas de ir al baño, estaba entretenido soñando con el mundo escondido bajo un gigantesco árbol. Era una historia oculta, al margen de una oralidad que pelea su importancia frente a los estímulos de una época de videojuegos y televisión. Quedaba mucho que investigar, la tarea recién comienza. Había bajado a la cocina y me preparé un bocadillo de jamón y una leche con chocolate. Cogí un plátano y subí, sentí de pronto que tenía algo importante que hacer ¡el baño! sonreí pensando en el pequeño, pero significativo olvido. No me acuerdo de que algo haya ocupado todo mi interés, hasta el punto de olvidarme de necesidades vitales del día. Supongo que siempre hay una primera vez para cada cosa. Cada vez que abría la maleta echaba un vistazo general, observaba lo que primero llamaba mi atención y lo guardaba procurando dejar todo en su lugar. El tiempo se detenía, todo se había convertido en un infinito presente. 

Me detuve en una papel grueso, una imagen gris con trazos blanco y negro. Según lo que entendía por una conversación con un amigo cuyo padre es fotógrafo; las primeras imágenes en el mundo se llaman daguerrotipos en honor al señor que las inventó. Un papel grueso, especie de cartón como las postales multicolores que venden fuera del correo; tonos grises, imagen un tanto borrosa; olor a encierro temporal que húmedo emergía de aquel objeto. Miré a dos señores más bien jóvenes, peinados y risueños, de actitud amable; alegría y copas en alto. Celebraban al parecer, ¿despedida? ¿encuentro? ¿un logro? No sabría distinguir, me parece que si fue despedida quedo grabada en su cara la certeza del reencuentro. Observé un cartel, era la ciudad iluminada un escenario; la terraza de lo que podría ser un bar, un especial lugar de reunión para los citadinos de aquellas épocas. 

Audilio acompañó a Eugenio como la inseparable libreta al escritor. Ambos crecieron juntos, se conocían desde pequeños cuando en el pueblo participaron de los cuidados de la señorita Nominanda. Una carismática mujer aquella dama que decidida reunió a los niños para darles educación, ya que solo los ricos tenían una escuela pagada que no alcanzaba a cubrir las necesidades de una inmensa mayoría. Casi todos ellos solían ayudar a sus padres lo que se traduciría en una práctica y formativa herencia en vida, un mecanismo para sobrellevar la economía y crecer materialmente. Los amigos tenían algo en común, eran hijos solitarios en sus respectivas familias. Una intuición, segundos provenidos de la chispa que tienen las relaciones humanas, los encontró en el salón que la señorita Nominanda había destinado para su importante labor. Eugenio muy cordial le invita a tomar asiento, luego le comparte la merienda hecha por su madre, ante lo cual respondería de igual manera. En general no le costaba hacer amigos, puesto que estaba acostumbrado a compartir con la gente que iba al taller de su padre. Por su parte Audilio, era de no hablar demasiado, atento y observador, transmitía calidez y cercanía a través de su expresión no verbal. Se mostraba positivo frente a lo que vivía; bueno o malo, acostumbraba concluir aprendizajes. De ojos grandes, una cuota de misterio y melancolía transmitían aquellos cristales redondos; dicha característica llamaba la atención de su amigo, de alguna manera verlo era como verse a un espejo. Desde el primer momento se conectaron, en el camino descubrirían que su principal búsqueda era por un hermano en la vida, cuestión que trascendería el tiempo. Audilio era maestro, lentamente aprendió el lenguaje del corazón al discriminar lo esencial de las apariencias. El cúmulo de aventuras juntos los harían madurar, ambos eran aprendices en cuestiones de la vida. En los conflictos y en las distancias aprendieron a quererse como si ambos hubiesen provenido de un mismo vientre.

Audilio quedó con su amigo en un bar frente a la pequeña montaña al poniente de la ciudad. Era un buen espacio. Maravillosa arquitectura antigua, carruajes de caballo, mucha gente paseando junto a la arboleda que era escenario de óleos y pintores que embellecían el aire y la vista. Sabía que uno de los afanes de su amigo era salirse del cotidiano y mirar las cosas desde arriba. Si hubiera sido pez de río, hubiera encontrado siempre un lugar protegido para salirse de la corriente y apreciar la carrera que todos hacían para llegar a sus metas. Un diálogo entre ambos cerraba una gran tarde de conversación

- Eugenio, hermano mío. Me cuesta dejarte partir, nuestra hermandad tu sabes que va mas allá de cualquier distancia física. Nuestro cariño y la fraternidad nos hace parte de un gran comunidad. Mientras verbalizaba, fluía en sus ojos ese deseo de abrazar, cuestión que su amigo aprendió a leer desde los primeros momentos emotivos juntos. 
- Lo sé, te llevo conmigo. Jamás olvidaré que nuestro rito nos llevo a ser parte de esta común-unión. Ambos nos comprometimos por entero a cuidar la siembra y mantener la luz. Somos hermanos, nuestro emblema nos unirá a pesar de la distancia. Mi alma regresará, no importa el tiempo que pase y en este mismo lugar se cerrara un ciclo. Te lo juro. 

Hombres sensibles y profundos en cuanto a la conciencia universal. Sin darse cuenta habían renovado su pacto proyectando la amistad en el tiempo. Muy respetuoso de los caminos humanos, repletos de opciones movidas por el amor a sus proyectos personales y familia. Eran conocedores de la metafísica y las cuestiones sagradas de las épocas antiguas, que han trascendido  fusionando los saberes milenarios en una práctica muy particular. Ambos seres estaban unidos en una historia paralela a través de una fraternidad secreta que desde muy jóvenes los cautivó. Y es que no podía ser otra que la señorita Nominanda, la conocedora de las ciencias del espíritu que cumplió el rol de presentarles aquel mundo fascinante al que adhirieron en el Pueblo del Valle protegido.
 
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